Eran los días en que desde el cielo precipitaba frío.
La luz despertaba colores blancos y,
la mente despejada,
se ilustraba con los horizontes límpidos copados por montañas nevadas.
Las calles emanaban olor húmedo que transportaba, flotante, personas transparentes;
viajeros en el tiempo y el espacio.
Una mirada fría y escrutadora me interrogaba acerca de destinos y tiempo.
El tiempo, que quiso ser error mío,
respondió con suerte y azar;
misterio fundamental que empeñó en ocupar su puesto imperturbable.
Espacio abierto
acogía con benevolencia personas errantes, recibiéndolas con luces que hablaban arte.
Y el tiempo nos llevó,
mole absoluta de andamios decimonónicos

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